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la nueva jerusalem el cielo

"Es grande tu recompensa"

Por Max Lucado

Las mismas manos que se retorcieron en agonía al ser traspasadas por el clavo romano algún día le tomarán la cara y le enjugarán toda lágrima. Para siempre.

El libro de Apocalipsis podría titularse el «Libro de la ida a casa», pues en él se nos brinda una imagen de nuestro hogar celestial.

Las descripciones de Juan respecto al futuro lo dejan sin aliento. La imagen que pinta de la batalla final es gráfica. El bien choca con el mal. Lo sagrado se encuentra con lo pecaminoso. Las páginas aúllan con los chillidos de dragones y humean a causa de los carbones de las fosas ardientes. Pero en medio del campo de batalla hay una rosa. Juan la describe en el capítulo 21:
Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer délo y la primera tierra habían pasado, y el mar ya no existía. Vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo de parte de Dios, ataviada como una novia hermosamente vestida para su prometido. Y oí una voz fuerte que venía del trono y decía: «Ahora está la morada de Dios entre los hombres, y vivirá con ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos y será su Dios. Él enjugará toda lágrima de los ojos de ellos. Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor porque las primeras cosas ya pasaron».

El que estaba sentado en el trono dijo: «¡Yo lo hago todo nuevo!»
Juan está viejo cuando escribe estas palabras. Su cuerpo está agotado. El viaje ha sido duro. Sus amigos se han ido. Pedro está muerto. Pablo ha sido martirizado. Andrés, Santiago, Natanael… son figuras nebulosas de una época anterior.

Al escuchar la voz desde el trono, me pregunto: ¿Recuerda acaso el día en que la escuchó en la montaña? Pues es el mismo Juan y el mismo Jesús. Los mismos pies que hace tanto tiempo subieron por la montaña detrás de Jesús se afirman para seguirlo otra vez. Los mismos ojos que miraron al Nazareno mientras enseñaba en la cumbre son los que buscan verlo otra vez. Los mismos oídos que escucharon a Jesús describir por primera vez el deleite sagrado escuchan cómo es revelado nuevamente.

En este encuentro final en la cumbre de la montaña. Dios levanta el telón y permite al guerrero echarle un vistazo a la patria. Cuando se le asigna la tarea de poner por escrito lo que ve, Juan escoge la comparación más bella que puede ofrecer la tierra. La Ciudad Santa, dice Juan, se parece a «una novia hermosamente vestida para su prometido».

¿Qué cosa es más bella que una novia? Uno de los beneficios adicionales de ser ministro es que me toca dar una ojeada a la novia antes que nadie al ubicarse a la entrada de la nave central. Y debo decir que nunca he visto una novia fea. He visto algunos novios a los que no les vendría mal un retoque o dos, pero nunca ha sido el caso de una novia. Tal vez sea el aura de blancura que se adhiere a ella como rocío a una rosa. O quizás sean los diamantes que brillan en sus ojos. O posiblemente sea el sonrojo de amor que le pinta las mejillas o el ramillete de promesas que lleva. Sea lo que fuere, uno tiene la sensación al ver a una novia que está viendo la belleza más pura que el mundo pueda ostentar.

Una novia. Un compromiso vestido de elegancia. «Estaré contigo para siempre». El mañana trayendo esperanza al día de hoy. Pureza prometida fielmente entregada.

Cuando usted lee que nuestro hogar celestial es semejante a una novia, dígame: ¿Acaso no le dan ganas de ir a casa?
El mundo que encontré al despertar esta mañana no podría ser descrito como una novia hermosamente vestida para su prometido, ¿y el suyo?
Una parte del mundo que encontré al despertar estaba sufriendo. Un adolescente se quitó la vida en la oscuridad previa al amanecer. Sin nota. Sin explicación. Sólo quedan una madre y un padre perplejos que serán acosados para siempre por preguntas para las que no tienen respuestas.
Una parte del mundo que encontré al despertar estaba desilusionada. Otro dirigente nacional había sido acusado de deshonestidad. Él pestañeaba tratando de contener las lágrimas y tragaba su enojo en el noticiero de la red de comunicaciones. Una generación atrás, le hubiésemos otorgado el beneficio de la duda. Ya no.

Una parte del mundo que encontré al despertar esta mañana estaba devastado. Una niña de tres años había sido degollada por su propio padre. Un estudiante de medicina había sido descuartizado y sacrificado por adoradores de Satanás. Uno que había sido esposo durante treinta años se había ido con otro hombre. (No, con una mujer no, con un hombre.)
Cuando uno mira este mundo, manchado de sangre inocente y sucio de egoísmo, ¿acaso no le dan ganas de ir a casa? Yo también.
El viejo santo nos dice que cuando lleguemos a casa. Dios mismo nos enjugará las lágrimas.
Cuando era joven, tenía bastantes personas para enjugarme las lágrimas. Tenía dos hermanas mayores que se ocupaban de mí. Tenía aproximadamente una docena de tías y tíos. Tenía una madre que trabajaba por las noches como enfermera y de día como madre, ejerciendo ambas profesiones con ternura. Incluso tenía un hermano tres años mayor que yo que ocasionalmente se compadecía de mí.

Pero cuando pienso en alguien que me enjugaba las lágrimas, pienso en mi papá. Sus manos eran callosas y fuertes, sus dedos cortos y regordetes. Y cuando mi padre secaba una lágrima, parecía secarla para siempre. Había algo en su toque que no sólo quitaba la lágrima de dolor de mi mejilla. También me quitaba el temor.

Juan dice que algún día Dios le enjugará todas las lágrimas. Las mismas manos que extendieron los délos tocarán sus mejillas. Las mismas manos que formaron las montañas le acariciarán el rostro. Las mismas manos que se retorcieron en agonía al ser traspasadas por el clavo romano algún día le tomarán la cara y le enjugarán toda lágrima. Para siempre.

Cuando uno piensa en un mundo donde no habrá motivo para llorar, nunca, ¿acaso no le dan ganas de ir a casa? «Ya no habrá muerte», declara Juan. ¿Lo puede imaginar? ¿Un mundo sin coches fúnebres ni morgues, ni cementerios, ni lápidas? ¿Se imagina un mundo donde no se tiren paladas de tierra sobre los féretros? ¿Sin nombres grabados en mármol? ¿Sin funerales? ¿Sin vestidos negros? ¿Sin arreglos florales negros?
Así como uno de los gozos del pastorado es ver a una novia que desciende por la nave central, una de las tristezas es ver un cuerpo dentro de un cajón reluciente frente al pulpito. Nunca resulta sencillo decir adiós. Nunca es fácil partir. La tarea más difícil de este mundo es dar un beso final a unos labios fríos que no pueden responder con un beso. Lo más difícil de este mundo es decir adiós. En el mundo que ha de venir, Juan dice que nunca se dirá «adiós». Dígame: ¿Acaso no le dan ganas de ir a casa?
Las palabras más esperanzadoras de ese pasaje de Apocalipsis son las que expresan el propósito de Dios: «¡Yo lo hago todo nuevo!» 1 Apocalipsis 21.1–5 .

Usted también, pronto estará en casa. Tal vez no lo haya notado, pero está más cerca de casa de lo que jamás haya estado. Cada momento es un paso dado. Cada aliento es una página que se da vuelta. Cada día es un kilómetro registrado, una montaña escalada. Usted está más cerca de casa de lo que jamás haya estado.

Cuando quiera darse cuenta, será la hora programada de llegada; descenderá por la rampa y entrará a la Ciudad. Verá los rostros que lo están esperando. Escuchará su nombre pronunciado por aquellos que lo aman. Y, hasta es posible, sólo posible que—en el fondo, detrás de las multitudes—Aquel que preferiría morir antes que vivir sin usted levante sus manos traspasadas de entre los dobleces de su túnica celestial y… aplauda. (Extracto del libro "aplauso del cielo" Max lucado)

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